miércoles, 11 de enero de 2012

El bebé que le niegan a Adriana

A Adriana le prohíben sentir el roce de unas manitas diminutas entre las suyas, el peso tibio a un pequeño pie descalzo que aún no ha aprendido a caminar. Su reloj biológico va marcando el paso del tiempo con un ruido ensordecedor y su vientre sigue vacío, sus labios ávidos de ese beso.
Cuánto querría que una semilla de los dos germinara en su interior, cómo lo amaría, tanto amor guardado sin poder darse. Tantas ganas frenadas por la negación de una visa.
En las noches antes de dormir cierra los ojos e imagina el pequeño rostro, tendría la sonrisa de Gerardo Hernández, y su carácter, sus ojos y la copiosidad de sus cejas.
Adriana no comprende por qué arremeten contra ella, tanto odio acumulado durante más de cincuenta años ha transformado su vida, se siente impotente pero no llora, su esposo necesita que sea valiente.
Más de veinte años de casados, un matrimonio diferente, en la distancia. A ellos los ha unido durante estos trece años de encarcelamiento a Gerardo la imaginación y la creatividad.
Cómo quisiera volver a sentir sus labios bajo aquel frondoso framboyán de la finca de su tío en el que Gerardo grabó sus nombres. En ocasiones, cree sentir aquel olor de campo y aire liviano de poesía y amor brindado.
Para no sentir tanta soledad a veces imagina que él está en el hogar, por eso cada cumpleaños prepara la cama con sábanas limpias porque sabe que a él le gustaba ese olor, y se abraza a su almohada, con ganas de dar ese abrazo contenido durante tanto tiempo.
Existen ocasiones que queda parada en cualquier rincón de La Habana y se imagina de su brazo, o recuerda algún beso plantado en alguna esquina.
A veces, siente mucha nostalgia y no puede evitar las lágrimas en su rostro, pero recapacita, se seca con sus dedos temblorosos porque sabe que hay que resistir, tanto como lo hace Gerardo desde la prisión injusta que le han impuesto.
Ella cree que este amor es corriente, normal, pero en lo más profundo sabe que se ha convertido en trascendental. Es un amor que ha vencido los obstáculos, las fronteras, los barrotes. Que se alimenta de llamadas telefónicas, cartas, fotos, recuerdos, y por encima de todo, de esperanzas.
A este sentimiento le teme el gobierno norteamericano, por eso ha tratado de opacarlo, de torturarlo, de aplastarlo, pero se ha mantenido firme a tantas inclemencias.
Adriana Pérez desearía un hijo, la espera dolería menos y la vida cambiaría el matiz. Todavía está a tiempo. Ella continuará luchando, convirtiendo la voz silenciada de su esposo en la propia y reclamando justicia en cada tribuna. Seguirá así, sin claudicar, aunque pasen los años que marquen su rostro, esperando con muchas esperanzas.

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