Los troyanos despertaron con la noticia de que el asedio a su ciudad había terminado. Durante largos años aqueos y troyanos habían contendido en las playas de Ilión, habían envejecido haciéndose la guerra; una guerra que había sido cantada en todas las lenguas del mundo, se habían levantado estatuas en honor a los héroes, inmortalizado a estos en leyendas de dioses y se habían grabado en piedra grandes principios por los que mataría y moriría la humanidad en los siglos venideros.
Pero el tiempo, que recuerda siempre la brevedad de la vida humana y la fugacidad de nuestros actos, terminó imponiéndose entre las gentes. El tiempo que todo lo perdona. Que todo lo relativiza. Que todo lo olvida: El honor y la guerra. El odio y el amor. La arrogancia. El silencio.
Helena, quien fuera en su juventud la mujer más bella del mundo, causante de un conflicto que se prometía eterno, era ahora una anciana achacosa y desdentada. Paris, su raptor enamorado, había muerto hacía años de un problema cardiaco, mientras que un viejo Héctor, hijo del fallecido Príamo, arengaba a las tropas desde lo alto del palacio real de Troya. Menelao también había muerto, Ulises tenía problemas en el páncreas y altos los triglicéridos, y Aquiles era un viejo sentimental con reuma en el talón, que lloraba todavía a Patroclo desde las naves griegas, muchas de ellas encoradas en la playa a causa de los años de inactividad.
La ciudad de Troya mostraba también las heridas de un largo, muy largo, asedio. Los griegos se habían adueñado de los fértiles campos que circundaban a Ilión, dejando a los troyanos confinados detrás de los gruesos muros de su plaza. Allí vivieron por generaciones, entonando canciones guerreras y preparándose para el combate. Allí tuvieron hijos y celebraron fiestas en honor a los dioses, allí cuidaron de sus enfermos y enterraron a sus muertos.
La vida, tras los muros de Ilión, fue la del soldado que vive el asedio; y no solo los guerreros, sino sus mujeres, sus hijos y los ancianos se acostumbraron a la cultura del campamento y la castra, de la ración de guerra y el himno militar, de la sobrevida. El tiempo y la circunstancia de ser lo que eran, unos sobrevivientes de la furia de los griegos, les trasmitía una inmensa sensación de victoria, pero también de hastío.
Los troyanos, amantes del mar y de los espacios abiertos, aprovechaban las frecuentes treguas para sentarse en lo alto de las murallas que rodeaban la ciudad, y desde allí disfrutar de la brisa marina y de la contemplación del océano. Los muros, que preservaron a Troya de la invasión de los aqueos, contuvieron el espíritu de los troyanos, que de habitantes de una ciudad comercial abierta al tráfico de mercancías en toda el Asia Menor, se volvió una urbe ensimismada en su radio de intramuros, un pueblo que abrevaba el ganado en las fuentes de la ciudad y se burlaba de su propia decadencia.
En ocasiones se producían deserciones. Edificios que colapsaban de vejez y polvo. Troyanos que enfermaban de claustrofobia, del mal del encierro. Algunos, en la noche, lanzaban una cuerda y se deslizaban por el muro. A veces el cordel se rompía en medio de la oscuridad y al salir el sol los guardias descubrían un cuerpo aplastado por la caída al vacío. Otros lograban el difícil descenso y se iban sigilosamente, esquivando además a los guardias griegos. Se iban lejos de la guerra. Desaparecían.
Pero un día, cuando ya casi nadie así lo esperaba, los aqueos se montaron en sus barcos y emprendieron rumbo a la Hélade. La flota de mil barcos, comandada por un viejísimo Agamenón, partió finalmente de las costas de Troya.
Pasó un día. Pasó otro. Y los troyanos comenzaron a impacientarse. Uno de los guardias que custodiaba los grandes muros de la ciudad se paró desde una de las atalayas y gritó fuerte en dirección al mar:
¡Váyanse al carajo, aqueos de mierda!
Nadie respondió. La playa era todo silencio.
Otro soldado, envalentonado, se paró en lo alto de la muralla y gritó aún más alto:
Aquiles… ¡maricón!
Tampoco obtuvo respuesta.
Entonces la gente se reunió en la plaza mayor de Troya.
Parece que ganamos la guerra –se decían los unos a los otros. Y el pueblo se abrazaba y bailaba. Pero otros permanecían con el rostro contrariado:
Los griegos son traicioneros –decían –hay que ir a explorar para ver si se fueron realmente.
Entonces llegó a la plaza Yusimí de la Caridad, hija de la legendaria Casandra, adivina que podía leer el destino a partir de las señales del presente.
Nos van a joder –dijo –Nos van a joder –repitió.
Pero nadie le hizo mucho caso.
Al final decidieron enviar exploradores a la playa. Solo había un problema. No apareció por ningún lado la llave que abría la gran puerta que comunicaba la ciudad con el mundo exterior. Cerrada hacía ya tanto tiempo que nadie recordaba, al parecer la llave se había extraviado en algún rincón de la ciudad. Ese día hubo que descolgar exploradores a lo largo de la muralla, quienes después de caminar de un lado para otro hicieron señas a los de arriba:
Todo está bien –dijeron.
Al día siguiente un contingente de voluntarios pateó la puerta. Y nada. No se abría. Alguien tuvo una idea:
¿Y si le damos un empujoncito desde afuera? –capaz que esté trabada.
Entonces se les ocurrió revisar la puerta por fuera. Y descubrieron, para el asombroso y el desconcierto general, que ahí estaba, puesta en su cerradura, la famosa llave. Parece que con el apresuramiento alguien la dejó ahí olvidada en los días antiguos del primer encierro. Por suerte los griegos tampoco se habían dado cuenta en todos aquellos años de asedio.
La llave abrió la cerradura y la puerta giró. Un viento fresco entró por el boquete. Troya respiró el aire limpio del mar. Y fue feliz. Ese día hubo una gran fiesta en la playa. La gente se emborrachó, se bañó en el mar, hizo el amor en la arena. Pero al día siguiente los troyanos amanecieron en medio de los gritos de los vigías que se seguían montando guardia desde lo alto del muro.
Corran a la ciudad. Las naves griegas regresan.
Y todo el mundo comenzó a maldecirse por tener que volver a las calurosas y sucias calles de Troya, con lo bien que se estaba de fiesta en la playa. Para allá fueron, y desde los muros comenzaron a tejer planes para dos o tres generaciones más de resistencia.
Pero pronto descubrieron que los mil barcos de Agamenón no regresaron con soldados ni armamento de guerra. Los escudos se habían cambiado por maletas y mochilas, quitasoles y trajes de baño. Eran doscientos mil turistas griegos. De Micenas. De Esparta. De Tebas. De Ítaca. Miles de turistas griegos con cientos de miles de dracmas para gastar en las calles de Troya. Turistas griegos en busca de frondosas troyanas. Turistas griegos en busca de la magia del Asia Menor, de la que tanto habían oído hablar pero nunca habían visto con sus propios ojos. Turistas griegos hablando de los portentos de la comunicación asamblearia, de los juegos olímpicos, de los debates en el Ágora.
Nos van a joder –volvió a decir Yusimí.
Pero nadie la escuchó. Los troyanos estaban ya preparándose para vender suvenires y abrir las tabernas a los forasteros.
Cualquier parecido...es pura coincidencia
ResponderEliminar