Mayo les pertenece a todos los que viven, con
raíces profundas como bejuco, en estas tierras cubanas. A los que son de la
loma y del llano, del río y del tomeguín que les anuncia cada mañana el nuevo
día.
A los que en la aurora abren sus puertas y
con mil historias en la boca, con candidez y humildad cuentan sus venturas y
desventuras con palabras melódicas, que cantan con el propio ritmo de los
campos.
Mayo es el mes de esos que prefieren hacer el
café en coladera y brindarlo sin recelos a quien toque la puerta, de los que
conocen el idioma de la luna y las plantas, de los refranes y los remedios, de
los animales y de la tierra.
De esos que mojan la camisa con trabajo y
queman su piel en el surco, de los que disfrutan el retoño y la cosecha, de los
que velan como esposas propias a cada
uno de sus cultivos.
De los que sufren la lejanía, el fatalismo
geográfico y muchas veces el olvido, e incluso así, prefieren del framboyán sus
flores y no la vaina, y anclan su vida a ese pedazo de cielo que constituye
para ellos la serranía.
De los
que saben del jugo de la naranja y el mango sin polvos artificiales y sin
industrias que saquen su extracto. O del néctar de las abejas conociendo el
dolor de su agujón y el sabor de la cera.
Es de quienes están lejos de saber de cifras
de cumplimiento o ingresos al país, sino del machete que corta en el vaivén
constante de la mano cada caña espigada en el campo, recoge cada grano maduro de los cafetos y ve
nacer y morir el sol junto a la tierra.
En el quinto mes del año, festejan quienes a
diario le hacen el amor al labrado para hacerles nacer frutos que son del suelo
y de su sangre, del cuidado y del empeño.
Mayo y su 17 es simplemente para los
campesinos.