viernes, 14 de octubre de 2016

Yo también empecé un nuevo curso



La maternidad sin lugar a dudas te hace revivir muchas etapas de la vida. Ya perdí la cuenta de las canciones de cuna que he desempolvado, he vuelto a saltar tacha y suiza, retornar a los libros de colorear, releer mil veces el mismo cuento infantil…hasta montado carreolas y usado el bate.
 Pero hace unos días viví algo sorprendente, “empecé otra vez  la escuela”. Sentí el mismo huracán en el estómago de aquellos 6 años al comenzar en una escuela nueva. Mi pequeño, por esas casualidades de la vida, inicia su primer grado en el mismo centro educacional por el que un día yo también cursé mis estudios primarios. Siempre el inicio, lo nuevo, suele provocar llantos, miedos, preguntas… pero sentí la confianza de que una maestra me sustituirá la mayor parte del día brindando amor, además de sabiduría.
Esta maestra, a pesar de su juventud, me hizo recordar a Zenaida, educadora que con la que descubrí el mundo de las letras y los números, que desde esa edad precoz me pronosticó que mi vida giraría en torno a las palabras. O a Josefa, que encontró en los títeres los mejores aliados para los pequeños que empezaban esta enseñanza.
Reconocí las mismas pizarras, gastadas por el tiempo y las tizas; pero no estaban cansadas. Al contario, listas para cargar más trazos. Reconocí también la misma plaza en la que me pusieron la pañoleta y en octubre se la pondrán a mi pequeño, en la que aprendía a izar y doblar la bandera más hermosa del mundo: la cubana, en la que juré ser como el Che y recité los versos del poema Abdala escrito por Martí. Allí hice amigos para toda la vida.
Forrando los libros redescubrí a mis viejos amigos Lapicín y Margarita, qué niños cubanos no los recuerdan. Me alegré de ver cómo cada estudiante hoy tiene al alcance los materiales necesarios, algunos de los que carecí por ser una generación de periodos difíciles.
 Yo tuve que borrar cuadernos de trabajos de otros para rescribirlos, el país no podía fabricar nuevos, escribí con mochitos de lápices que se alargaban con tapas de bolígrafos, me colgaba la goma al cuello, porque en esa época era difícil conseguir alguna y esa debía durar el curso entero, yo también llevaba refuerzos para el almuerzo que podía ser desde huevo hasta platanitos fritos con azúcar y escribí en hojas escritas al reverso. Mis blusas de uniforme fueron heredadas de mi hermana y se hicieron transparente hasta que la talla se achicó. En aquel tiempo no estábamos en condiciones de fabricar uniformes para todos los continuantes.
A pesar de todo, aprendí. Carencias hubo miles pero nunca me faltó una maestra. Ahora, al paso del tiempo, entiendo la inmensidad de esta profesión, ellas como miles de cubanos también debieron sufrir de necesidades y apagones, sin embargo nunca les faltó la paciencia para enseñar.
Hoy miro a mi pequeño por las mañanas y siento que es un niño privilegiado. La educación en Cuba siempre ha sido una tarea de titanes, aún en difíciles condiciones como las de las escuelas serranas, hospitales pediátricos o con carencias materiales, nunca ha faltado un educador dispuesto a mostrar el mundo de la sabiduría.
A veces no valoramos estos detalles, en ocasiones lo convertimos en slogan pero cuando hay que volver a vivirlos, cuando comparas con tu pasado, te sientes orgullosa  y sin dudas, quisieras volver a empezar el curso.

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