La
profesión del magisterio es una de las más
antiguas, siempre alguien ha tenido que enseñar a las nuevas generaciones, sin
embargo, muchas veces quedan escondidos sus nombres debajo de los logros del
científico, de las medallas del deportista, de los premios del escritor…
Todos
alguna vez necesitamos de alguien que tuvo la paciencia infinita de enseñarnos
cada letra y su sonido, que nos guió la mano para mejorar la caligrafía después
del borbotón sucio que hicimos en la libreta con el dedo.
Alguien que
nos hizo recitar innumerable veces las tablas matemáticas y del que nos
escondíamos para contar con los dedos debajo de la mesa.
Cuántos hoy
no le agradecen a aquel profesor exigente que nos hacía temblar frente a la
pizarra y a las manos blancas de polvo de tiza que nos copiaba la tarea para
realizar en la casa.
Ser
educador implica forjar hombres. En la calidad de su práctica está el futuro de
la nación. El aula no sólo sirve para repetir una y otra vez las lecciones, se
convierte también en el escenario para el debate abierto e inteligente, para
encontrar un camino, incluso, una vocación.
Es una pena
que en el mundo esta profesión sea menospreciada, que se le reste importancia a
esta loable labor. Que en nuestro país elegirla es una de las últimas
aspiraciones del que llena la boleta para optar por una carrera universitaria,
que sufra tanto del éxodo de profesionales o que algunos de los que hoy son
educandos lo hacen porque no sacaron mejores notas en las pruebas de ingreso.
Recuerdos de cariño y admiración ocupan no
pocos de los están frente al aula por tantas horas de consejos y dedicación.
Conozco a muchos que sufren con sus alumnos las bajas calificaciones, las que
no se exasperan con el que lee lento, con el que no levante la mano y cuando le
preguntan se queda callado, con el de la letra ilegible o la ausencia
injustificada, los que visitan el hogar del estudiante porque estuvo muy triste
o preocupado durante las clases.
Los que
caminan largos kilómetros montañosos para enseñar a dos o tres niños. Los que
se convierten en los hombros de sus discípulos
adolescentes llenos de dudas y tropiezos, los que incitan al joven
universitario a intentar cambiar el mundo por uno mejor, los que ya jubilados, se
enorgullecen por los triunfos de los que alguna vez la llamaron maestra.
Para impartir
clases hay que sentir amor por la carrera, como Josefa, ya jubilada, que a los de
primer grado les enseñaba los números y letras con títeres, o Arailsa, la seño
del círculo infantil que muestra a los pequeños la historia cubana mediante
canciones que ella misma crea.
El educador
es el velador de cada uno de los sueños que se tejen en la mente del alumno, de
sus ansias por crecer y ser útil a los demás, del anhelo de aplausos por los
resultados satisfactorios de su aprendizaje.
A muchas
el polvo de la tiza y el esfuerzo de la voz le ha dejado secuelas en la salud,
sin embargo no conciben sus días sin la algarabía de los escolares. Y es que educar
es una tarea de titanes, sobre todo en estos tiempos. Por eso demos gracias al
menos con el grato recuerdo a todos los que un día hicieron posible que hoy pudiésemos
palpar nuestros sueños.
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