miércoles, 20 de noviembre de 2013

En cada mano empolvada una vida



La profesión del magisterio es una de las más antiguas, siempre alguien ha tenido que enseñar a las nuevas generaciones, sin embargo, muchas veces quedan escondidos sus nombres debajo de los logros del científico, de las medallas del deportista, de los premios del escritor…
Todos alguna vez necesitamos de alguien que tuvo la paciencia infinita de enseñarnos cada letra y su sonido, que nos guió la mano para mejorar la caligrafía después del borbotón sucio que hicimos en la libreta con el dedo.
Alguien que nos hizo recitar innumerable veces las tablas matemáticas y del que nos escondíamos para contar con los dedos debajo de la mesa.
Cuántos hoy no le agradecen a aquel profesor exigente que nos hacía temblar frente a la pizarra y a las manos blancas de polvo de tiza que nos copiaba la tarea para realizar en la casa.
Ser educador implica forjar hombres. En la calidad de su práctica está el futuro de la nación. El aula no sólo sirve para repetir una y otra vez las lecciones, se convierte también en el escenario para el debate abierto e inteligente, para encontrar un camino, incluso, una vocación.
Es una pena que en el mundo esta profesión sea menospreciada, que se le reste importancia a esta loable labor. Que en nuestro país elegirla es una de las últimas aspiraciones del que llena la boleta para optar por una carrera universitaria, que sufra tanto del éxodo de profesionales o que algunos de los que hoy son educandos lo hacen porque no sacaron mejores notas en las pruebas de ingreso.
  Recuerdos de cariño y admiración ocupan no pocos de los están frente al aula por tantas horas de consejos y dedicación. Conozco a muchos que sufren con sus alumnos las bajas calificaciones, las que no se exasperan con el que lee lento, con el que no levante la mano y cuando le preguntan se queda callado, con el de la letra ilegible o la ausencia injustificada, los que visitan el hogar del estudiante porque estuvo muy triste o preocupado durante las clases.
Los que caminan largos kilómetros montañosos para enseñar a dos o tres niños. Los que se convierten en los hombros de sus discípulos  adolescentes llenos de dudas y tropiezos, los que incitan al joven universitario a intentar cambiar el mundo por uno mejor, los que ya jubilados, se enorgullecen por los triunfos de los que alguna vez la llamaron maestra.
Para impartir clases hay que sentir amor por la carrera, como Josefa, ya jubilada, que a los de primer grado les enseñaba los números y letras con títeres, o Arailsa, la seño del círculo infantil que muestra a los pequeños la historia cubana mediante canciones que ella misma crea.
El educador es el velador de cada uno de los sueños que se tejen en la mente del alumno, de sus ansias por crecer y ser útil a los demás, del anhelo de aplausos por los resultados satisfactorios de su aprendizaje.
A muchas el polvo de la tiza y el esfuerzo de la voz le ha dejado secuelas en la salud, sin embargo no conciben sus días sin la algarabía de los escolares. Y es que educar es una tarea de titanes, sobre todo en estos tiempos. Por eso demos gracias al menos con el grato recuerdo a todos los que un día hicieron posible que hoy pudiésemos palpar nuestros sueños.

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