Como él, Tobi, se llaman
muchos canes en este país, es cierto, y
la verdad es que también es sato, no tiene una raza definida de esas que van a
concursos de belleza o que son compañías de reinas y duquesas, pero tiene una
lealtad inigualable.
Él ni siquiera es mío, es de
mi suegro, pero siempre anda como un celoso guardaespaldas detrás de mí.
Por mucho que Bernardo, el
papá de mi esposo quiere que lo ayude a pastorear las ovejas, a cuidar la finca
y hasta sembrar si fuese necesario, Tobi se niega, sale dando brincos y
moviendo la cola con ánimos de jugar.
Es bueno recogiendo con la
boca las piedras o ramas que se le tiran al aire, puede caminar kilómetros
detrás de ti haciéndote compañía y si entras a algún lugar espera afuera con
paciencia.
Y si lo dejo por breves
minutos cuidando a mis niños, si por casualidad esta mente olvidadiza me obliga
a regresar, no existe alma que se atreva a acercarse porque enseguida encuentra
el gruñido y ladrido del perro.
Duerme como una persona
boquiarriba, y aunque le llenas le llenes el plato de la comida disfruta hurgar
en los basureros. No sé siquiera que edad tiene porque cuando llegó a casa ya
no era adulto, sin embargo nos adoptó como su familia.
A veces se enamora y se va por
unos cuantos días, dicen los que lo han visto que hizo una familia llena de
cachorros carmelitas, con el hocico manchado como él, no tiene collar en el
cuello ni cinta roja pero sí personas que lo quieren y se preocupan si no
regresa al menos a dormir.
Anoche regresó Tobi, y Darío
le llenó su plato mientras este le agradecía sacudiendo su cola.
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