Cómo es posible que cosas tan pequeñas, me refiero a tamaño, puedan
ocupar un lugar tan grande dentro de uno. Los hijos llegan a veces sin avisar,
otros después de largos meses de intento y desilusión manchada de sangre en las
sábanas al despertar. Cuando teníamos otros planes profesionales, cuando
estábamos ahorrando para un viaje o cuando más necesitábamos los ahorros para
construir, sin embargo ese latido minúsculo dentro de uno siempre conmueve y
abre las puertas de un amor que uno no sospechaba que fuese tan inmenso.
Esa manito que te agarra sella un lazo invisible tan fuerte que nunca
más se deshace. Pensé que esto sucedía con el primer hijo, que las primerizas
al sentir la maternidad por vez primera se entregan con más devoción, pero mi
Milena me hizo darme cuenta que no.
Sí se quieren igual, ahora con más experiencia, sin tantos sustos cuando
lloran y no sabemos por qué, o cuando regurgitan o tosen al darle el pecho,
pero el amor es igual de grande.
“Ella tiene los ojos más bonitos del mundo”, y adoro cada uno de sus
minúsculos atributos. Segundas partes sí son buenas, más aún cuando su boca
pequeña en mi nariz me despierta simulando un beso que apenas saber dar.
Milena, así llamaba a mis muñecas en la infancia, por eso le puse así a la
de carne y hueso. Dicen que en ruso significa la que da amor, y puede ser, mi
bebita es melosa como un dulce en almíbar y la quiero hasta el abrazo más
apretado, o como dice mi Darío hasta el cielo y hasta el Sol, ni más ni menos.
Es un amor que no abarca ninguna unidad de medida, es simplemente así para
sentirlo y disfrutar cada paso torpe que rompe algo a su paso, la embarrazón al
comer o la carita arrugada cuando le doy miel con limón para el catarro que no
se despega.
Ella y Darío conforman el tesoro más grande de mi vida, cada uno con sus
diferencias pero sin celos ni rencores a las mordidas dadas ni al juguete
arrebatado.
Milena llegó después pero para calar profundo en este pedazo de carne
que se derrite haciendo de su mamá.
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